martes, 18 de diciembre de 2012

VAMPIROS RURALES 6 (por Perro Deluxe)




La impaciencia febril de los grillos en la oscuridad, el melindroso croar de la ranas en el agua hedionda y estancada, una orgía de olores que cruza el camino, en la aglomeración de aromas de inmundicias, tufos de terneros que no sobrevivieron al día de vida comidos por los congos, ratas despedazadas por los buitres, una orgía de olores que se posa en las narices y hace arder la vista, una silueta que entre convulsiones emerge desde un charco como si fuera una criatura que lanza hedores y maldiciones, pero a los pocos minutos tranquiliza saber que son los reflejos de las nubes que hacen sombra. El viento sur espanta por un instante la borrachera de efluvios, pero también eclipsa la claridad de las estrellas que aleja a los diablos. No hay niebla que oculte los secretos, pero tampoco se ve demasiado. Por allí 20 kilómetros al norte del pueblo van el Señor B y su escudero Inocencio Villanueva a buscar un indicio cierto, una prueba más contundente de vampirismo agrícola ganadero. En el corazón de la noche y en medio del campo se recortan como dos valientes en una típica noche de mierda, pero el miedo los sigue a 500 metros por detrás. 


Tenemos que pasar a la acción, había dicho el Señor B en la madrugada anterior en el bar El Deseo, sede de los encuentro con Inocencio Villanueva y hasta ahora base de operaciones del binomio. Empezaron a la siesta, eran las dos de la mañana y todavía estaban atrapados por sus asuntos. Primero Inocencio vació cuatro o cinco Quilmes, luego llegó el Señor B y se tomaron cuatro o cinco más. Seguramente que de entrar en competencia hubieran ganado el Súper Tazón. Picaron algo, algo así como una pre pizza con queso cremoso traído de la quesería ubicada dos kilómetros hacia el oeste. Luego tomaron por lo menos cinco Brahmas más, hasta que les dio hambre de nuevo y otra pre pizza con queso cremoso de la fábrica de lácteos de allí cerca. Los asuntos que detonaban la sed eran dos. El primero, Paula, la mujer que mueve e inspira todas las fantasías de estos buscadores de dràculas. La segunda, el chamullo de que un nuevo y nefasto rito se ha cobrado la vida de dos carneros y de otro caballo, ahora un Gateado. Pobres animales, dice Inocencio, mientras pregunta qué Gateado. 
Cómo que Gateado, se extraña el Señor B. Y sí, dice Inocencio, por lo general los gateados son caballos del color de un grano de trigo, y algunos vienen con una raya de mula que les atraviesa todo el lomo hasta la cola, que por lo general es negra, como sus crines y sus patas, a veces con algún zoquete blanco. Perece que era de ese pelaje, pero entre tanta cerveza y alcoholes de colección no había más margen que combinar la salida al monte a la noche siguiente. El Señor B llamó a su remisse habitual, se desplomó en el asiento de atrás y puso proa a su sueño. En el camino el chofer sintonizó otra vez el programa del joven locutor que transa con sus oyentes mujeres. Para vos Paula, el tema de The Eagles, “Hotel California”, anuncia el presentador, y el Señor B se relaja en el asiento trasero como si la chica que solicitó la canción estuviera al lado suyo. Aquella canción de Don Henley tocaba cuestiones como las vidas turbulentas, las adicciones, las tentaciones, la fugacidad de los momentos y de la felicidad y la pérdida del amor. En un momento el Señor B se preguntó si Paula sabìa donde èl paraba. Estupidez nomás. Llegó al hotel, caminó a su habitación, se desplomó en la cama con ropa y zapatos. Así amaneció por la tarde, cuando se bañó y tomó el colectivo hasta el Pueblo. Tomaron un par de cervezas en El Deseo. Y cerca de la medianoche montaron la motocicleta y a la lucha. Como si formaran el comando de liberación agrícola ganadero en pugna contra la voracidad de los vampiros rurales. Y allí están, como a 25 kilómetros al norte del pueblo. En plena nada, con el espanto siguiéndoles la huella. Se detienen a unos metros de una isleta de monte. Allí parece que ocurrieron los rituales dos noches atrás. No se trata de más de 10 metros por 70 de espinillos y churcales, pero el viento que silva y acompaña la maldición de las lechuzas vizcacheras, eleva la tensión del momento. 

Entrar al monte es como ingresar a una sala de cine. Al principio todo es silencio y oscuridad, pero luego cualquier sonido te modifica el pulso. Como en la exhibición de una película de suspenso, un timbre o una puerta que se abre lentamente, te hace saltar de la butaca. En el monte, pisas una hoja seca, o el griterío de los búhos, dispara el pulso de los visitantes. En esa parte del rollo está el binomio de marras. Inocencio cruza un alambrado de púas con sumo cuidado, hay espinas de cuchillas que apenas pongas un pie del otro lado puedes clavarte una y pasar un mal rato. Tener una de ellas entre la carne un breve tiempo puede generar desde ampollas o úlceras, hasta fístula y hemorragias. El Señor B las ha visto, pero en el apuro se ha rajado la camisa a la altura de la espalda y el alambre de púas le ha dejado una marca que apenas sangra. Cuidado dice Inocencio porque vamos a pasar entre estos dos churquis. Los dos se agachan, pero B recibe una áspera caricia de espina que le cruza por la herida. Un paso más adelante los sobresalta el mugido de una vaca envichada y moribunda, y otro grito de lechuza empieza a trastornarlos. El chillido de un zorro los pone en una situación de pánico, es un sobresalto que los hace sudar como locos, hasta que minutos después Inocencio tiene voz para decir, “que cagada nos pegamos amigo eh!!! Pero B no ha recuperado la calma, un carancho que espera la muerte de la vaca apareció ante su mirada y por el cagazo empieza a lanzar machetazo al ave carroñera, que no es una sino cinco o seis, por lo que revolea asustado y con locura su machete hasta que parece alejarse el peligro. Una sombra alerta a Inocencio, abre los ojos así de grandes, no sabe si es un perro grande o un puma joven. No quiere sembrar susto, pero no hace falta, El Señor B se paraliza cuando dos comadrejas saltan desde un árbol, se lanza contra ellas, sin saber que ha estado caminando en círculo y lleva por delante la vaca moribunda entre los yuyos, el corazón parece explotarle, hasta que un paso adelante lo convulsiona, una sensación de dolor le quita el aire, apenas puede ver como lleva por delante una rama de espinillo, sin aliento cae desmayado. Los caranchos que esperan el cadáver de la res se asientan a metros orejeando la sangre de su pierna. Inocencio Villanueva esta tieso a metros de allí escondido 

detrás de un árbol, tratando de pasar inadvertido para el perro o el puma que todavía pasea su inquietante sombra. Va a ser mejor que el Señor B siga tirado en el piso, sin conciencia, ido, como en otro mundo. Porque mirar la escena alrededor de su cuerpo tirado entre los yuyos con los parientes de los buitres esperando por él, es la muerte segura. 
Ratas enfermas merodean el cuerpo del Señor y parecen dispuestas a meterse por la boca abierta del tipo tirado entre los yuyos. Pero la presencia de los halcones rateros les hace cambiar de idea y corren a meterse en la primera cueva o en el primer hueco que encuentren aunque sea de cuis. Los alacranes también se movilizan para tomarles el tiempo a los forasteros. Los murciélagos revuelan y huyen ante la presencia de los lechuzones, mientras el monte parece un vientre alterado de alimañas dispuestas a fagocitarse el pedazo de carne que puedan. La ley del instinto cobra su precio y el Señor B parece sorteado por una timba salvaje a pagar el primer premio. Una pierna le sangra a troche y moche bajo una nube de mosquitos, un zorro aparece desde la nada y arrebata a un aguilucho que también esperaba por algo de alimento debilitado por el glifosato, un par de arañas pollito deformes por quien sabe qué agroquímico salen en busca de alimento y el Señor B parece ser el centro del festín. A esta hora de la madrugada nadie puede saber qué es mejor para él. Será más conveniente continuar allí moribundo y sin conciencia hasta que lo trague la tierra o despertar, volver en sí, y caer rápidamente en la agonía del miedo. 
Como aparecido desde un túnel de espinas y yuyales, Inocencio Villanueva parece haber escapado de las sombras de un puma o de un perro. Su julepe tampoco le dejó ver la realidad. Camina y se tropieza con el cuerpo de su amigo que recién parece regresar del desmayo. Mierda que mala pata venir a pisar justo una trampa para zorros, exclama Inocencio. Menos mal que no le jodió el hueso, aunque no se salvo de que la trampa le mordiera en carne viva como si fuera el tarascón de un bicho. Inocencia pregunta si se puede levantar, pero el Señor B no está en condiciones de decir nada, no es capaz de discernir entre quedarse ahí tirado para que las arañas le hagan un tatuaje de veneno o levantarse y soportar su espanto. Que disparate estar entre tales alternmativas. Morir de una hemorragia al ser picado por un bicho de mierda, o que no puedas disparar y manejar el horror. 
Vamos como podamos dice el escudero. Vamos antes que nos pase algo. Inocencio recuerda que la moto está a unos 70 metros de allí, pero todavía hay que cruzar un alambrado con púas que dejarán otras cicatrices en el cuerpo de su compañero. Aquí no hay huidas secretas, lo sienta en el piso y lo apoya en la rueda trasera para poder mear tranquilo el temor y el agobio. Es un orín denso cargado de sobresalto, terror y alarma. Después de orinar Inocencio se siente como esos pilotos de avión que han arrojado todo el equipaje y el lastre al vacío, y sienten que ahora pueden mantenerse en vuelo. Es preciso respirar un poco más, es preciso respirar un poco más confiado, fumar un cigarro y planear como regresar con el herido. Menos mal que no nos topamos con un puto vampiro, sino… bromea Inocencio. Aunque nada le causa demasiada gracia.